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VEINTICINCO AÑOS CONTANDO HISTORIAS

25-anos-de-cuento

Hace veinticinco años no imaginaba que un día fuese a celebrar un cuarto de siglo de profesión, ni siquiera sabía que esta iba a ser mi elección laboral. Por entonces aún me quedaban muchas cosas por descubrir, por elegir y por amar.

Fue el último miércoles de agosto de 1991. Esa mañana me tenía que levantar muy temprano para reunirme con los amigos y disfrutar, por segunda vez, de la Tomatina de Buñol. Todo preparado, todo organizado, todo dispuesto, todo controlado —salvo los imprevistos— y, a última hora, falté a mi cita. El motivo que di por teléfono: tenía que contar un cuento.

Dejadme que os explique cómo era mi vida por entonces. Vivía en la casa familiar, en Ibi, trabajaba en el juguete, tenía mi grupo de amigos y formaba parte del grupo de teatro Font Viva, del que guardo unos recuerdos entrañables y maravillosos. Su director y mis compañeros me guiaron sobre el escenario para que, poco a poco, mi voz saliera con fuerza y mi cuerpo se moviera con soltura.

Ese año estrené mi independencia, una nueva ciudad en la que vivir y un trabajo diferente con el que aprendía cada día. Realizar actividades en colegios, coordinar campamentos de verano y organizar cursos de formación eran mis principales tareas laborales. Y todas me gustaban. Fueron buenos años los que pasé en Cruz Roja Juventud de Alicante.

El albergue de Biar fue el elegido para disfrutar de los distintos talleres que montamos para voluntarios y trabajadores la última semana de agosto. De entre ellos había uno que nos intrigaba a todos: El arte de contar cuentos, impartido por la narradora chilena Numancia Rojas. Se desarrollaría por las tardes durante una semana y yo me apunté.

El lunes comenzamos con las presentaciones, teoría y ejercicios prácticos. Por la noche escuchamos a la profe contar embelesados y para el día siguiente ya teníamos los primeros deberes: nos tocaba a nosotros preparar y contar una historia. ¡Qué nervios! ¿Qué iba a contar? Bueno, pensé, algo rápido para acostarme pronto y madrugar, que no quiero faltar a mi cita de la Tomatina. En algún momento recordé un libro que leí a los quince años de Joan Manuel Gisbert, Leyendas del planeta Tamiris. Elegí para narrar por primera vez Centilia y el universo inmóvil. Esa historia me había maravillado hasta tal punto que casi diez años después la recordaba entera a excepción del nombre de la protagonista. Veinte minutos de cuento, yo fui la primera sorprendida.

Mis amigos no entendieron que me perdiera la diversión que tanto esperaba por contar otro cuento. Yo tampoco me lo podía creer. ¿Qué había pasado? Pues que, después de estar delante de mis compañeros, de mirarles a los ojos, de compartir aliento, de contarles, de contarme y de recibir sus aplausos ya no fui la misma.

No tengo que esforzarme mucho para revivir aquella sensación. Un escalofrío alegre que te recorre el cuerpo, los nervios en el estómago que no ahogan, una sonrisa que se instala y no desaparece, la certeza de que algo trascendental está ocurriendo, la necesidad de dar las gracias a la vida. Y a la memoria.

Descubrí a Mario Benedetti, a Julio Cortázar, a Isabel Allende, a Jorge Luis Borges, a Poe, a Gabriel García Márquez, a Max Aub, a Oscar Wilde, a Augusto Monterroso a Ana Mª Matute, a Monserrat del Amo… luego llegaron Fernando Iwasaki, Ángeles Mastreta, Andrés Neuman, Juanjo Millás… Entremedias, la memoria.

El taller terminó y vinieron las ganas de seguir contando. La pregunta era, ¿dónde? Al igual que yo una semana antes, pocos habían oído contar cuentos para adultos. En Alicante no había espacios para contar de forma estable, bueno, en casi ninguna parte del país los había, ni estables ni puntuales. Fue Numancia la que me animó a acompañarla, a partir de ese momento devoré libros de relatos.

Organizamos varios ciclos de cuentos para adultos en diferentes bares de la ciudad con gran acogida por parte de un público, también nuevo en este arte. Intentamos hacer lo mismo en otras localidades, pero lo conseguimos en muy pocas. A veces pienso que llegamos demasiado pronto. Fue un tiempo extraordinario.

Por entonces los cuentos populares ocupaban un espacio muy reducido de mi repertorio, ¿quién lo diría ahora? Llegaron casi a la vez que nacía mi primera hija, a la vez que se despertaba mi memoria. Esa que esperaba paciente a que recordara todas las historias que me habían acompañado en mi niñez, en la de mis hermanos. La voz de mi madre también resurgió para contarle a la nueva nieta y los cuentos más antiguos poblaron mi casa, mi repertorio y, de nuevo, mi cabeza.

Llegó mi segundo hijo, más cuentos, luego los sobrinos, más historias, todavía siguen naciendo, también los chascarrillos. Mi madre, que es abuela y también bisabuela, es la que cuenta en todas las casas, yo solo en la mía y en el escenario (sea el que sea), pero desde hace algún tiempo quiero parecerme a ella.

Es curioso, tengo un espectáculo infantil en el que cocino mientras cuento y otro para adultos en el que hago ganchillo a la vez que hilvano las historias. No os podéis imaginar lo a gusto que me siento cada vez que cuento mientras hago algo más. Solo me falta pelar patatas sobre un escenario para creer que estoy en la cocina de casa.

Esa es mi búsqueda últimamente, llevar el tono, la cercanía, el ambiente familiar al acto de narrar. Quizá haya necesitado estos veinticinco años de recorrido para que mi cintura se encuentre cómoda en tantas sillas, probablemente, y bienvenidos sean todos los años que quedan por venir.

Soy una suertuda, como decía mi hijo de pequeño, esta profesión y pasión llena mi vida cada vez que cuento, precisamente porque me cuento.

Veinticinco años compartiendo cuentos, leyendas y alguna que otra historia de verdad, de verdad. Veinticinco años de lecturas y descubrimientos. Veinticinco años de aprendizajes y enseñanzas. Veinticinco años de personajes tan cercanos como los vecinos. Veinticinco años que dan para más de una historia. Veinticinco años conociendo y disfrutando de tantos y buenos narradores y amigos. Veinticinco años maravillándome con los ojos brillantes del público.

Gracias a todos los que me habéis acompañado en este camino.

Raquel López Cascales

Nací en un pequeño pueblo donde aprendí a escuchar los cuentos de mi madre y los chascarrillos de mi abuelo. Con el paso del tiempo diferentes caminos se abrieron delante de mí. Unos los recorrí con calma, otros de puntillas, a otros sólo me asomé, pero cuando entré en el sendero de los cuentos ya no busco el final, pues este viaje está lleno de sorpresas, personajes, mundos nuevos y viejos, piratas, dragones y aventuras. Cuento para niños, para jóvenes y para adultos. También enseño a contar y si me llaman para dar alguna charla cuento todo lo que se. Apuesto por la palabra, la voz y el gesto. Cuento allí donde haya alguien que quiera escuchar, disfrutar y soñar. Me gustan los cuentos de ahora y los de siempre, los largos y los cortos, los de risa y de sonrisa y los cuentos que al final te dejan sin palabras. Desde hace unos años solo me dedico a contar, pero a mí me gustaría ser como mi madre que es capaz de contar y hacer otra cosa a la vez.

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